Aymara Arreaza R.

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Apunta y dis-para: Sersa


Publicado en
Papel Literario de El Nacional



Si tuviera que responder a qué es lo que más me atrae de la fotografía, diría que son los puntos de fuga: ese mostrar a medias una situación inconclusa que ningún lente es capaz de captar. Si me preguntasen qué es lo que más me interesa del reportaje fotográfico, diría que me llama la atención la manera de mostrar una cosa haciendo referencia a otras, por omisión. Diría que el carácter de la parte por el todo, la sinécdoque del acto fotográfico, es su valor inagotable.
Si me permiten, voy a referirme a quien ha sabido desarrollar el valor de la fotografía documental sin desatender los puntos de fuga: Vladimir Sersa, de origen italiano y asentado en Venezuela desde 1956, cuando apenas tenía diez años.
En las sesenta fotografías reunidas en la colección Armando Reverón, publicada por El perro y la rana, y que cuenta con éste su tercer número, Sersa muestra tantos paisajes como identidades de Venezuela. Si tuviera que mencionar los elementos en común entre todas las tomas hechas en el interior del país, mencionaría, sin duda, el abandono como constancia. De Anzoátegui a Lara, de Zulia a Sucre, de Guárico a Mérida, se intuye en lo retratado una suerte de devastación en la que sobreviven algunas ruinas y una que otra familia entregada a las bonanzas de la intemperie. En la búsqueda del reporte de esos lugares periféricos y olvidados del interior del país, cada detalle del espacio habitado da cuenta de la supervivencia: una casa en el medio de la nada, una hamaca arropada por un mosquitero, una tumba que tiene en primer plano una botella como obsequio al muerto. Pero, sobre todo, en cada fotografía de Sersa están impresos testimonios visuales de la historia contemporánea de este país.
Nunca he estado en las profundidades del estado Lara, pero estoy segura de que si recorriera hoy mismo su territorio, encontraría muchos parecidos con las fotos de Sersa; quizás en algunas de las ruinas se haya movido alguna piedra de lugar, pero el tiempo transcurrido e inmortalizado por el fotógrafo crearon un imaginario envejecido que revela la desidia impuesta en distintos estados de Venezuela. Si voy a los adentros de Lara, me cruzaré con paisajes que ya fueron enfocados por Sersa, a medida que fue haciendo paradas en esos territorios que no eran más que pasos para llegar a otro lugar: “Era cuestión de detenerse en los pueblos, de explorar las carreteras y caminos”, tal y como dice Sersa en la entrevista que acompaña el portafolio de esta impecable edición, en la que sólo hecho de menos fotos más recientes.
Si tuviera que elegir una fotografía de este portafolio, me quedaría con la que enfoca la carretera de Maurica, en el estado Anzoátegui. Una imagen en tránsito, valiosa por lo que omite: invita a salir del marco y a rastrear los puntos de fuga del incesante paso del tiempo por un camino de incertezas.
Sersa reconoce tantos paisajes como Venezuela(s) vierte en sus fotografías. En éstas busca las diferencias y las encuentra en los contrastes entre las tomas de Por aquella desolada patria, que se ocupan del interior del país, y las hechas en la capital, de las que el libro recoge dieciocho imágenes. Cuando se tiene la publicación entre manos, con la foto en portada de un barco que no se sabe si zarpará, el primer gesto es seguir para descubrir qué ofrece la obra. Pasada la entrevista, ya en la segunda fotografía se impone un giro en el formato y en la manera de mirar. Se rompe la verticalidad, las fotos se disponen en una nueva dirección, extendidas ante los ojos: imágenes en horizontal, estampas de lindes. Por el contrario, en el corazón del libro, por la página treinta y dos, aparece Caracas, y la mayoría de los retratos son alzados, verticales, granulados; al parecer, reflejos de las dimensiones de la ciudad.
El foco de las fotografías de Caracas está precisamente en los rasgos de lo urbano: plazas, edificios y los hombres y las mujeres que por allí transitan. La magnitud de los espacios evidencia un cambio de registro; el cerro, La mano de oro, el cubo de basura, la mujer en la ventana, el buhonero y una casa improvisada son algunas de las muchas representaciones de la Caracas de la década de los setenta, imágenes que ya entonces anunciaban una ciudad en decadencia: “a dying city”, tal como la llamó hace unos años Celeste Olalquiaga.
Si no hubiese tenido la oportunidad de escribir sobre la publicación de la obra de Vladimir Sersa, no habría pensado todo lo que a propósito de su trabajo es necesario rescatar del acto condicional de mirar y dis-parar.

 

 

 

 
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