Aymara Arreaza R.

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Lección Hiroshima





Hiroshima nos suena a todos. Una explosión, y una dilatada nube hongo, asedió la tierra. Había oído de quienes han tenido la oportunidad de visitarla que aunque era un lugar completamente reconstruido había que estar allí. Lo decían sin asomar un porqué. El interés que suscita hoy Hiroshima se concentra en el Museo Conmemorativo de la Paz, que narra detalle a detalle la historia de Japón y contextualiza de qué modo se llegó al estadio de la fatídica decisión de lanzar la primera bomba atómica en ese territorio. Con esos datos me preguntaba si el esfuerzo por concentrar los relatos de semejante desastre tenían que estar exclusivamente expuestos o si, por el contrario, otras formas de mantener viva la historia serían más pertinentes.

Se sumaban otras interrogantes: ¿poner en vitrinas una tragedia es oportuno? ¿Conservar objetos encontrados tras la explosión y mostrarlos es la vía idónea para sensibilizar sobre lo ocurrido? Dichas preguntas me acompañaron durante la estancia en el museo y la ciudad.

El día que estuve en Hiroshima me encontré con que la gran mayoría del público del museo eran niños entre nueve y dieciséis años. Todos estaban participando de una clase que, en lugar de teorizar o exponer los hechos como convencionalmente se hace en el aula, se trasladaba al Parque de la Paz, a las únicas ruinas que se conservan del antiguo edificio de la prefectura y, por supuesto, a las dos plantas dedicadas a la exposición. Libreta en mano, los estudiantes iban tras la búsqueda de las respuestas a las interrogantes que les imponía lo que supongo era una especie de cuestionario sobre la bomba lanzada en Hiroshima. Se agolpaban unos tras otros para leer los datos sobre cuánto medía el artefacto, desde dónde fue lanzado, cómo lo fabricaron, qué consecuencias desencadenó….

Pero donde parecía que aparcaban los deberes y se detenían para contrastar historias era en los espacios en los que se explicaba que los niños hacían trabajos forzosos —sumados a las mujeres, que también eran mano de obra–– en lugar de ser evacuados de la zona de conflicto y, por lo tanto, fueron las principales víctimas de la explosión. En ese momento me di cuenta de que los jóvenes que observaban atentamente la exposición tuvieron una especie de revelación. La muestra se convirtió en el espejo en el que se identificaban. Ellos podían ser el blanco de la catástrofe. Entonces me pareció, al ver la reacción de ellos, que había algo de lo que veíamos que transformaba la estancia en el recinto y que hacía pertinente la visita. Todo empezó a cobrar sentido. Habitar ese espacio y contextualizar el lugar abrieron la dimensión necesaria para recomponer los hechos desde el tránsito. Se sumaban los detalles de la creciente industrialización de Hiroshima en la década de los cuarenta, el apogeo de sus centros de enseñanza, su poderío militar, así como también los planes de Estados Unidos para crear y lanzar el devastador artefacto atómico sin hacer distinciones entre militares y civiles.

En el museo se recomponen sensiblemente ciertos capítulos de la guerra, aunque en ocasiones los episodios de la exhibición muestran con dureza los hechos sucedidos: una mochila o un cuadernillo se sitúan al lado de las figuras que saltan por los aires en los dioramas para mostrar cuerpos mutilados, quemados, con heridas profundas. Sin embargo, esa crueldad no resulta inoportuna, se recibe como necesaria. Porque sucedió, porque lo padecieron miles de personas, y los hibakusha (término con el que se identifica a las víctimas del bombardeo) no olvidan. Y porque me pareció que ese encuentro con la desintegración de los cuerpos, el dolor de ver la ropa rasgada o la silueta de una persona impresa en una piedra tras desintegrarse por el calor atómico, traslada al visitante a escenarios inimaginables que se impusieron como realidad tras la explosión. La serie de testimonios en forma de objetos encontrados tras la muerte de miles de personas representan poco a poco el horror y la tragedia. El relato del museo reafirma la vieja historia de que el poder no tiene miramientos con la sociedad y nada le importa exponerla a la muerte.

Los niños y adolescentes no paraban de circular por el museo y en ellos vislumbraba cierta esperanza. Viajaron desde Osaka, Tokio, Nagoya… para sensibilizarse, para vivir el duelo por sus antepasados y sobre todo para seguir labrando el camino hacia la paz, el que eligió Hiroshima cuando empezó a levantarse del desastre. Esta ciudad se proyecta como la embajadora de los países que conciben un mundo libre de luchas armadas. Parece una utopía, pero no hay que olvidar que también fue una distopía la idea de que un país decidiese exterminar una ciudad entera para dar fin a la Segunda Guerra Mundial. Y eso ocurrió.

Por mi parte aprendí la lección, quizá como los estudiantes japoneses: a la humanidad no le sienta bien tanta soberbia y le toca responder a las cartas de paz enviadas por todos los alcaldes que ha tenido Hiroshima desde 1946. Ellos se han impuesto la tarea de informar a todos los que producen y usan armas nucleares sobre las consecuencias irreversibles que éstas acarrean. Está claro que a los partidarios de la era nuclear no les es suficiente con saber la existencia y desolación que sacudió a Hiroshima. Por eso el mejor refugio que pude encontrar en tanto relato de lluvia negra y vacío fue la presencia de las nuevas generaciones japonesas que acudían en masa al museo para adentrarse en la historia que agrietó la humanidad representada en Hiroshima.

 
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